[...] -¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo, ya no eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No olvides que la razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez. Pero no le dio resultado. Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender! No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
[...] Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo. Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se halló a la luz de la Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda. Débilmente deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así terminar con todo. A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces. Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como soy: una pobre y limitada gaviota. La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió ser una gaviota normal.
[...] ¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de búho! ¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron. ¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón! ¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las altéalas a su cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y cayó en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo control! ¿Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...? Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento.
Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas.
ps. Hoy, no tenía tiempo ni inspiración para escribir, así que os dejo con fragmentos de uno de mis libros favoritos. Junto con mi "Principito" son libros de referencia, de esos que en cada palabra encuentras algo que necesitas, que en cada lectura toman un sentido distinto según tu estado de animo y vida
fragnmentos de las primeras paginas del libro "Juan Salvador Gaviota" de Richard Bach
a la espera de la nueva obra del autor, he recordado este maravilloso libro. Probablemente lo re-leeré estos dias
ps2. la foto pertenece a Thalassa, y fue tomada en el Bósporo, camino a las islas de los Principes, Estambul en Mayo del 2004.
2 comentarios:
Es cierto! Este libro lo conozco desde pequeño y no me canso de leerlo. En muchas ocasiones es mi punto de referencia y un ejemplo a seguir.
Un abrazo y gracias por los enlaces a la web de Gustavo Jácome (no conocía nada de su obra) y a la imagen del barco de papel (me la he guardado)
Bss.
Pues si, Juan Salvador Gaviota, El Principito y la Biografía de Maria Curie serán siempre mis libros de cabecera, los que siempre me indicarán la ruta a seguir y como lograr recorrerla para llegar a la meta... ¿llegar?... bueno... siempre nos quedará el recurso de ITACA... 'lo importante es el viaje, pero sin dejar de tener a Itaca en el pensamiento'
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